Las embajadas sólo emitirán visas de emergencia. El correo seguirá funcionando. La seguridad social pagará las pensiones otorgadas, pero será más lenta la tramitación de nuevas. Los parques nacionales cerrarán. Y la recaudación de impuestos, contra algunas ilusiones, no se detendrá. Mientras los demócratas confían en lograr un acuerdo sobre el presupuesto nacional, los estadounidenses se preparan para que algunas oficinas del gobierno federal dejen de funcionar por falta de asignación de recursos. Ahora que en la televisión hablan del asunto, algunas personas recuerdan los dos cierres del gobierno de 1995 y 1996. Lo que recuerdan, paradójicamente, es que no hubo nada memorable. Los ciudadanos no se dan cuenta porque los gobiernos locales y estatales siguen funcionando -con algunas mermas en programas o lentitudes en sectores, aquellos con financiamiento federal- y, sobre todo, porque los servicios esenciales funcionan. Para los más memoriosos, el asunto no tiene la menor importancia en la vida cotidiana, todo lo contrario de lo que sucede en la vida política. Durante la presidencia de Jimmy Carter hubo un cierre cada año, con un promedio de 11 días de duración. También Ronald Reagan debió sortear seis cierres, de uno o dos días cada uno. Al final, las fuerzas partidarias negocian y todo vuelve a la normalidad. No obstante, en una situación de crisis económica, más inquietante que la posible suspensión de 800.000 empleados federales es la pérdida de un cliente del tamaño del gobierno de los Estados Unidos para algunas empresas importantes, como la telefónica Verizon, que provee servicios al gobierno federal. Esos suspendidos sin salario, por su parte, sacarán de circulación unos 1.000 millones de dólares por semana.
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